Cuando David nació recibió como
regalo una maleta. Era un obsequio de la Experiencia, que otorgaba una a todo
ser que venía al mundo. La colocó junto a su cuna y le susurró al oído al niño
que dormía: “aquí tienes la maleta de tu existencia. En ella podrás guardar lo
que quieras: tus triunfos, tus decepciones, tus malos humores y tus risas, tus
esperanzas y tus desesperaciones. Solamente tú puedes elegir lo que meterás en
ella, pero ten en cuenta que caminarás arrastrándola hasta tu último día. Nunca
podrás olvidarla en ningún aeropuerto ni extraviarla en un taxi o tirarla al
río. Forma parte de ti, es como una prolongación de ti mismo. Cuando mires a
los demás piensa que todos y cada uno de ellos lleva una igual que la tuya, aunque
no la veas. Crecerá contigo, y no te preocupes por su capacidad, en ella
cabe todo lo que tú quieras meter dentro. Y ahora, pequeño David, bienvenido al
mundo y que disfrutes de este irrepetible viaje que es tu vida”.
David fue creciendo, y hacia los
doce años, cuando ya su voz estaba llena de gallos que anunciaban el cambio de
la pubertad, se sentó un día en la cama, abrió la maleta y repasó su contenido.
En ella había miles de besos de sus padres, la imagen de la abuela Fina
en su cama antes de morir, sonriendo para que no guardara de ella una última
visión fea o desagradable, una gran discusión con su amigo Marcos por un puñado
de canicas que le habían costado perder a su más querido compañero de la
infancia por no saber pedir perdón, y también un trozo de escayola, la que le pusieron en la pierna que se
tronchó por no hacer caso al maestro que le dijo “no te subas a la portería del
campo de fútbol, David”. Decidió que todas aquellas experiencias le podían
servir en el futuro y no quiso deshacerse de ninguna, así que cerró la maleta
con todo su contenido y emprendió el camino definitivo hacia el mundo de los
adultos.
Cuando cumplió los cuarenta años David se dio cuenta de que apenas podía caminar. Estaba divorciado y vivía en un
apartamento decorado con muebles baratos de nombres suecos e impronunciables. Solamente podía ver a sus tres hijos un fin de semana de cada dos y la mitad
de las vacaciones. Por lo demás, tenía trabajo y estaba sano; no tenía pareja,
pero sí un puñado de buenos amigos. No podía quejarse demasiado de su suerte pero, por alguna razón, cada vez caminaba más lentamente, le costaba más
levantarse por las mañanas, se sentía cansado y cada cosa que tenía que hacer
le costaba más trabajo. Llegó un momento en que solamente pensar en tener que
levantarse de la cama para ir a la oficina le producía agotamiento. Cuando los
niños estaban con él no encontraba las fuerzas necesarias para llevarlos al
parque. ¿Qué podía estar pasándole?
Su médico, después de varias
pruebas, le dijo que el problema no estaba en su cuerpo y lo envió al
psiquiatra. Éste buscó conflictos infantiles y patologías varias, y al no encontrar ninguna echó su diagnóstico al cajón de sastre llamado “depresión y
estrés”, que es a donde va todo caso que los médicos no aciertan a resolver.
Una noche, entre sueños, recordó lo
que la Experiencia le dijera aquella lejana tarde en que había nacido, cuando
le regaló la maleta: “solamente tú puedes elegir lo que meterás en ella, pero
ten en cuenta que caminarás arrastrándola hasta tu último día”. Con mucho esfuerzo la levantó del suelo para subirla a la cama y la abrió, sentándose junto a ella para
examinar su contenido. Allí seguía lo que conservaba de su niñez, y además una
gran cantidad de decepciones: el trabajo del que le echaron por negarse a ser explotado,
con su carga de rabia e impotencia, el rechazo de aquella chica cuando tenía
veinte años, la enorme bronca con su mujer cuando aún estaban casados y le
pilló en una infidelidad. También estaban la culpa, la tristeza por el
divorcio, el arrepentimiento no atendido por ella, los llantos de los niños
cuando tuvo que marcharse de casa, el resentimiento que generó la pelea por su
custodia, la enorme presión de mantener el cariño de aquellas tres criaturas a
pesar de verlos tan poco… Todas esas cosas tapaban la alegría que sintió al ser
padre, lo feliz que un día fue junto a quien ahora era su rival en el corazón
de los hijos, el éxito laboral y los pocos buenos ratos de los últimos años
junto a los amigos.
David cogió una alegría con su mano
derecha y una frustración con la izquierda. Era curioso: mientras que una era ligera como una pluma la otra pesaba mucho más de lo que parecía. Eso
era lo que le lastraba, lo que hacía que apenas tuviese fuerzas. Esa era su
enfermedad, ir por la vida arrastrando una maleta llena de plomos que no le
aportaban nada. ¿Por qué había almacenado todo aquello en lugar de conservar
los buenos momentos solamente? No lo sabía, pero era hora de hacer algo al
respecto.
No es fácil liberarse de algunas
cosas que tenemos guardadas: la culpa, la ira, la amargura y el resentimiento
tiran de nosotros y no nos dejan avanzar. Hagamos como hizo David, que decidió
aligerar su maleta tirando todas esas cosas, una a una, por el inodoro. Algunas
se llevaron, cierto es, parte de su piel al tocarlas, como última venganza por
alejarlas de sí mismo, pero fueron heridas que cicatrizaron pronto. Y ahora que
ha vuelto a sonreír, que se siente feliz y ligero como cuando su voz estaba
llena de gallos, sabe que en su maleta ya solo cabe aquello que le dé alas.